Hagamos un trato.

Cojo prestado el título de un precioso poema de Mario Benedetti para describir lo que hace poco menos de un año me pidió un amigo:

Me propuso un trato que consistía en quedar con él y otras 3 personas todos los martes para cenar. Él era el nexo de unión -yo apenas había visto a los demás una vez en la cena de fin de año y entre ellos se conocían de forma dispar- y los 4 formábamos parte, por distintas circunstancias, de su entorno más íntimo.
El pacto implicaba cumplir dos simples reglas:
Regla 1: Improvisar el menú según disponibilidad de productos del supermercado más cercano, ya que, como dice un chef brasileño, Alex Atala: «el lujo no es lo caro, no está en los ingredientes. El lujo está en la capacidad humana de transformar algo en emociones.»
Regla 2, y tal vez la más importante para mantener la esencia del trato: cuando se acaba el vino, se acaba la velada. Porque la voluntad del trato no era convertir los martes en un encuentro de amigos de juerga -efímeros casi por definición- sino crear algo más sólido, si eso se podía construir.

Acepté sin vacilar.

Así que desde hace un año, todos los martes a las 20h, nos esperamos en el mismo bar, vamos al super y subimos a casa -a la que por unas horas es nuestra casa también- a cumplir nuestro ritual. Mientras uno corta en juliana, el otro vierte aceitunas en un bol y sirve el vino, mientras uno charla el otro pone la mesa y entre palabras y música nos vamos acoplando unos a otros, un martes más.

Para aderezar, puede haber, además, un invitado, alguien que, por lo que sea, queremos compartir con los demás. Nada que ver con la «cena de los idiotas», más bien al contrario: si los habituales aportamos el punto de sal a la experiencia, el invitado aporta la especie con punto diferencial. A veces adereza, otras acompaña y otras aligera, y es que podemos volvernos muy densos en familia si no nos ayudan otros a respirar.

El otro día reparé en que ese paréntesis de los martes se ha convertido en una rutina deliciosa. Con la mala fama que tienen las rutinas -immerecida, porque cuando la rutina pesa es más bien culpa de quién no la sabe cuidar- y nosotros la fuimos a buscar. Una rutina que, con su mágica capacidad de transformar los gestos para que estos pasen a hacerse sin necesidad de pensar, casi sin darnos cuenta, nos ha ido ligando suavemente los unos a los otros.

Supongo que somos lo suficientemente distintos para resultarnos interesantes, y lo suficientemente parecidos para aceptar nuestras diferencias. Es esto, al final, lo que se aplica a todas las rutinas de la vida.

Hay martes de risas y martes de culto, de confidencias, de fútbol, de tarot, de sueños y proyectos, martes tristes, de lágrimas invisibles, martes eufóricos, martes sosos, martes tensos; A veces nos abrazamos sin tocarnos, otras nos arañamos sin querer. A veces convertimos un viernes en martes porque nos echamos de menos. Otras nos lo saltamos por estarnos de más.

Y uno se da cuenta de que, en el fondo, el trato era este: comprometernos a elegir cada martes el volver a querernos y seguir regalándonos ese tiempo, ese lujo impagable que es «la capacidad humana de transformar algo en emociones».

Así que, amigos, hagamos un trato, este martes, otra vez.

 

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* Foto de Gerhard Richter.

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