¿De dónde saqué esa palabra?

Así empieza “El diario de Adán y Eva” de Mark Twain:
Diario de Adán.
Lunes. La criatura nueva de pelo largo es bastante entrometida. Siempre anda por ahí y me sigue. No me gusta esto; no estoy acostumbrado a la compañía. Me gustaría que se quedara con los demás animales… Nublado hoy, viento del este; creo que tendremos lluvia… ¿Tendremos? ¿Nosotros? ¿De dónde saqué esa palabra? Ahora recuerdo: la criatura nueva la usa.

En el relato de Mark Twain, la ocupación de nombrar las cosas por primera vez es una de las preferidas de Eva, la criatura nueva. También es una de las labores que nos ocupan al poco de nacer. Esa etapa de nuestra vida debe de ser fascinante -lo que daría por revivirla o recordarla unos segundos- el momento de nuestra primera palabra, de nuestro primer “papa”.

Bueno, no todos empezamos así:  mi cuñado a los 3 años no hablaba. Nada, ni “mamá”, ni “gu-gu”, ni un vocablo. Sus padres estaban preocupados, claro, aunque el pediatra les decía que tuvieran paciencia, que no había duda de que lo entendía todo y que se comunicaba a su manera. Estarían asumiendo la posibilidad de que hubiera nacido discapacitado para el habla y un día cualquiera -ni siquiera buscó una fecha señalada- abrió la boca y, mirando a su madre, dijo “¿me das una galleta por favor?”. Y es que hay quienes, muy dignos, esperan a hablar hasta poder hacerlo con propiedad.

Entonces crecemos y sustituimos la actividad de nombrar por la de etiquetar. Siempre lo hemos hecho: en todos los colegios había un “gafotas”, una “guapa” o una “sabionda”, todos reducidos a un único atributo. Ninguno de nosotros es solo una cosa, por buena que sea, nadie es solo de una manera y aún así necesitamos definir y ser definidos para afirmarnos, para tener un sentido.

Ahora, además, las etiquetas son más visibles (aunque tal vez más efímeras), las colgamos por todas partes, lo rellenamos todo con #hashtags, como si lo que no estuviera etiquetado no fuera a existir. Y tal vez sea un poco así. Porque si no nos dicen, no somos.

Recuerdo una función de teatro a la que fui con J. hace unos meses. La obra se titulaba “Pretty” y trataba de cómo las etiquetas que nos ponen nos determinan, encuadran nuestra manera de ver, de pensar, de actuar, de sentir, de vivir. Antes de entrar en la sala, el acomodador te examinaba y decidía si debías entrar por el acceso de los feos o por el de los guapos. J. se ofendió por que me hicieron pasar a mí por el de los feos y a él por el de los guapos. A mi también me hirió un poco, la verdad, aunque no lo reconocí. Y es que eso pretendía precisamente la obra, incomodarte antes de empezar, predeterminar tu mirada y, con ello, hacerte pensar y sobretodo, hacerte sentir.

Porque hay cosas que no se nos pueden hacer comprensibles mediante palabras. Como intentar explicar a alguien por qué lo amas.

Anoche me dormí pensando en lo que vivimos J. y yo, y se me ocurrían muchas palabras pero no lograba englobarlo todo en una sola etiqueta. Y he soñado en una página de su diario que decía así:
Diario de J.:
Miércoles: La criatura nueva de pelo largo es bastante entrometida.
Siempre anda por ahí y me sigue. Quiere que hagamos planes y fusionemos nuestras palabras. No sé si me gusta esto; no estoy acostumbrado a la compañía. Sol radiante, viento del norte; creo que tendremos un día perfecto. ¿Tendremos? Otra vez hablando de “nosotros”: esa es su palabra; también la mía, ahora, de tanto oírla.

 

Hay palabras que significan tanto que no se pueden inscribir en una etiqueta. Como ese “nosotros” que es solo nuestro y que seguramente solo comprenderemos más adelante y mirando atrás, conectando los momentos perfectos e imperfectos que lo fueron conformando.

4269947837_e4c42abed6

 

 

Deja un comentario