«Puede pasar cualquier cosa ¿verdad? Cualquier cosa.» Es la primera frase de la película Cosas que nunca te dije de Isabel Coixet.
Y así te sientes en los primeros compases de una relación: esa nueva composición que requiere ir sincronizando los tempos de ambos. En aquellos inicios, J y yo íbamos algo descompasados en ciertas cosas -esas cosas de las circunstancias- yo, más alocada, más bien tendiendo al Allegro y él, más sensato, al Adagio.
El primer fin de semana de julio, que marcaba, además, el comienzo de sus vacaciones de verano, J. me invitó a compartir con él dos días en la Costa Brava. Cuando vi que el regalo de J. coincidía en el tiempo con uno que me había hecho mi hermana -acompañarla a un concierto de Calamaro en Calella de Palafrugell- desde mi Allegro pensé que era la ocasión ideal para presentarlos.
Tal vez habría sido más sensato retrasar ese encuentro familiar -bajar el tempo común a un Andante- pero opté por escurrir la prudencia. Total: ¿quién la ha fijado como aval primordial para estructurar una relación? No hay reglas fijas en esa sinfonía; esta es solo cosa de dos. Aunque igual en la nuestra, forcé un poco la interpretación. Sentía que J. no estaba del todo cómodo en ese ritmo pero tras insistir un poco aceptó la invitación.
Disfrutamos del fin de semana modulándolo entre las playas de la Costa brava, las piedras medievales de Peratallada, la Eurocopa del Italia-Alemania, comidas y caricias arrebatadas. Nota a nota se escurrió el sábado; el domingo se fue consumiendo cala a cala y el momento del encuentro se fue acercando. La tarde se agotaba cuando llegamos a Calella. J. se dio un último chapuzón –necesitaba un poco de esa calma que le aporta el mar– y ya, tras el bálsamo y recién cambiados, nos dispusimos a encontrarnos con mi hermana del alma.
Ahí me puse algo nerviosa, pero enseguida me di cuenta de que no había motivos para estar preocupada: conectaron bien y conversamos de forma muy natural y espontánea. Supongo que ellos sabían antes que yo que era más fuerte lo que les unía que cualquier insignificancia que pudiera haberles separado. Cenamos algo apresuradamente y nos fuimos a buscar nuestras butacas frente al idílico escenario emplazado sobre el mar.
Mientras sonaba un Calamaro algo desafinado, me fijé en las olas que nos cercaban y pensé en aquella leyenda popular que dice que las olas llegan a la playa en grupos de 7, siendo la séptima la más alta de todas. Sospecho que hay poco de científico en esa historia, pero me gusta la magia que regala. Además el número 7 es un número que nos liga a J. y a mí de una forma especial: ambos nacidos en el mes 7 y en el 77.
Dice la leyenda que las primeras seis olas son predecibles y equilibradas. la séptima ola, en cambio, es imprevisible. Durante parte del trayecto pasa inadvertida, participa en la sucesión monótona y se adapta a sus predecesoras. Pero a veces estalla. Siempre la séptima. Y barre con todo, lo cambia todo. Y después todo es distinto. Si será mejor o peor sólo podrán decirlo aquellos que tengan el valor de dejarse arrastrar, aquellos que tengan el coraje de dejarse cautivar por la séptima ola.
Y de nuevo pensé: «Puede pasar cualquier cosa ¿verdad? Cualquier cosa.»