Mi abuelo, a sus 91 años cumplidos, se niega a llevar bastón. Dice que lo usará cuando lo precise, que de momento no le hace falta ese apoyo y que ya tiene cuidado al caminar. Me cuesta entender que no quiera aceptar que ya ha llegado ese momento, que es precisamente ahora cuando lo necesita, que es un elemento básico de prevención. Me preocupa que tropiece y se rompa la cadera o cualquier otro hueso. Él no lo ve así. Solo dice que usar bastón es cosa de viejos. Creo que rechazar el bastón es su gesto de Peter Pan, su manera de confrontar el paso del tiempo. Así que quién soy yo para decirle lo que tendría que hacer o lo que no.
En eso pensaba yo un día de este verano mientras observaba, acercándose a lo lejos, a un señor mayor ayudándose de un bastón o tal vez fuese una muleta, no lo distinguía bien desde dónde estaba sentada. J. y yo estábamos tomando algo en una terraza en la zona alta de la ciudad. El anciano era alto y andaba encorvado; marchaba tambaleante y lento, como arrastrando el peso de la vida. Vestía pantalón marengo, una camisa fina ocre y unos zapatos negros, tipo Oxford. Había algo que no acababa de encajar en esa instantánea. A lo mejor era el aspecto algo deslucido de la camisa lo que desentonaba aunque creo que se debía a un conjunto de pequeñas cosas de su gestualidad general, como la cabeza inclinada y la mirada retraída.
Cuando lo tuvimos más cerca entendí lo que no cuadraba: ese octogenario no estaba paseando sino mendigando: ofrecía tímidamente unas pequeñas libretas a cambio de la voluntad.
Darme cuenta de ello fue como recibir una bofetada, seguramente porque me había recordado a mi abuelo, o tal vez solo porque el lance me había pillado desprevenida. Ver a alguien pidiendo limosna en el ocaso de la vida me resultó un peso insoportable, casi paralizante. Pasó a nuestro lado y siguió avanzando. Cuando reaccioné quise darle algo pero no llevaba nada. J. tenía algunas monedas. Me las dio y me acerqué a ofrecérselas al señor, que había seguido su camino y ya casi estaba en la esquina de la calle. Las aceptó pero insistió en que fueran a cambio de una libreta. Pensé que ese era su gesto -tal vez todos tengamos el nuestro- para encarar la adversidad con dignidad.
Cuando volví a la mesa, J. me miraba conmovido. Pero no era yo la que había hecho un gesto de valor dándole unas pocas monedas a ese anciano. Entonces me di cuenta de que ese señor no protegía su dignidad con esa libreta. Lo que hacía con ella era salvar la mía.