Los Indios Payutes tienen un nombre para quién anda sin rumbo, desorientado o perdido por su propia vida: es el Hok’ee, «aquél que ha perdido su sombra». Hay que tener cuidado con los que vagan sin sombra -cuentan- porque pueden arrastrarte irremediablemente hacia ese peligroso sendero; perder la sombra, de alguna forma, es perder el equilibrio, el lado más oscuro, más valiente, más osado, más inmaduro o más salvaje que necesita su balance, su contrapeso para lograr la estabilidad. Sin ella somos un vaivén.
Y quién no recuerda la traviesa sombra de Peter Pan, que juega con él y se le escapa, hasta que Wendy la encuentra, la guarda en un baúl para luego coserla a sus pies y así amarrarla bien. Me encantaba esa historia. De hecho, aún hoy mi abuela sigue diciéndome, a ratos, que debería empezar a hacer las maletas para emigrar de Nunca jamás hacia dondequiera que esté la vida adulta. Nunca se calla lo que piensa.
Mi abuela –l’àvia– es de esas mujeres que dan la impresión de no haber perdido nunca su sombra y de no necesitar ningún remiendo. Siempre segura, decidida, procurando adelantarse a los pasos de los demás, atenta y valiente.
En una época en que la mujer debía de pedir permiso a su marido para poder sacarse el carnet de conducir, ella no solo lo tenía sino que era la única en atesorarlo ya que mi abuelo nunca llegó a sacárselo. Cuando ella le acabó convenciendo para comprar un coche, él se acostumbró a ir de copiloto. Y así pasaron casi 60 años viajando. Era una rareza. Y es que l’àvia nunca ha sido convencional.
Ella es la que aguantaba despierta hasta la madrugada para venir a recogernos a mis hermanas y a mí en coche de la juerga de turno, lo hizo infinidad de noches; la que me escoltó a mi primer gran concierto, en diciembre del 91, el de Bryan Adams. Recuerdo que volviendo a casa esa noche -tuvimos que hacerlo a pie, unos 4 km, porque no había transporte público- mi abuela tropezó y se estrelló de morros en la acera. Mi hermana y yo lo vimos y en lugar de correr a socorrerla, nos entró un ataque de risa incontrolable. No nos planteábamos, en esa adolescencia nuestra tan cómoda, que nuestros seres queridos pudieran hacerse daño de verdad, que los accidentes ocurren, que la gente enferma, que somos mortales. No, entonces no veíamos nada de eso, solo un trompazo absurdo que nos hizo reír hasta acabar en el suelo con ella, a la que afortunadamente no le pasó nada más que un buen moratón. Creo que ni siquiera le agradecimos que nos acompañara al concierto. Dábamos por sentado que era obligación de nuestros mayores procurarnos felicidad en todo momento. Qué insensatas.
Yo fui siempre una niña más bien tímida, introvertida, siempre intentando pasar inadvertida, siempre educada y prudente. Eso provocaba que se me colaran en todas las colas (la carnicería y la panadería eran lo peor), que me quedara constantemente con dudas por no atreverme a preguntar o que me perdiera un primer beso memorable por miedo al «qué dirán».
El episodio más bochornoso de mi infancia causado por la timidez extrema tuvo lugar durante mi primer campeonato de natación: tendría unos 8 años y competía para las finales de Cataluña. En los vestuarios, los árbitros nos explicaron que debíamos situarnos detrás del carril asignado, mojarnos un poco, quitarnos las chancletas y subir a nuestra banqueta de salida para saltar. Yo llevaba cangrejeras, de esas que se ataban al tobillo con hebillas. Nos colocamos en nuestros puestos, nos salpicamos un poco y mientras trataba de deshacer la hebilla, vi que el resto de niñas estaban ya descalzas en sus puestos, listas para lanzarse a la piscina. En lugar de pedir ayuda o indicar que necesitaba más tiempo porque no lograba quitarme las cangrejeras (inimaginable ser el centro de atención) callé, me subí a la banqueta, salté tras el silbido y nadé con el lastre de la vergüenza en los pies. Sobra decir que quedé última. Tuve que desfilar ante la multitud (o eso me pareció a mí) de las gradas para que nos aplaudieran a todos, en ese último lugar y con las dichosas cangrejeras puestas.
De l’àvia aprendí lo que es la valentía, la entrega, que la timidez y la vergüenza no aportan nada, que siempre es mejor tomar decisiones propias y equivocarse antes que dejar que otros las tomen por ti.
Ella ha dominado la vida, se ha recompuesto de todo, ha capeado temporales y nos ha enseñado tanto, sobre todo a lanzarnos (aunque sea con cangrejeras) al agua sin miedo al ridículo, a vivir con valentía, que de todo se aprende. Ahora, algunos días en los que está más débil, algunos días en los que el dolor le quita un poco de esa fortaleza, se desmorona y calla su tristeza. Ella que nunca se ha callado nada.
Las personas que valen la pena, como mi abuela, las que llevarás siempre contigo, son esas que te ayudan a encontrar tu sombra, si eres de los que la pierde -yo la pierdo constantemente-. Son algunas personas (pocas) y también canciones, palabras, besos, películas o miradas que te moldean, te mejoran, te regalan instantes de felicidad y de alguna manera se te meten dentro para quedarse para siempre. Son tus Wendys dando una puntada más a la costura y enfrentándote al espejo de tus miedos y de tus deseos.
Tú eliges a quién quieres llevar contigo. Y cuando tú quieras llevarme contigo, susúrramelo entre besos y «me dejaré llevar… a ningún lugar»*.
*No puedo vivir sin ti / Los Ronaldos
Llevas años enredada en mis manos,
en mi pelo, en mi cabeza
y no puedo más, no puedo más.
Debería estar cansado de tus manos,
de tu pelo, de tus rarezas, pero quiero más.
Yo quiero más.
No puedo vivir sin ti, no hay manera.
No puedo estar sin ti, no hay manera.
Me dijiste que te irías pero llevas
en mi casa toda la vida.
Sé que no te irás, tú no te irás.
Has colgado tu bandera,
has traspasado la frontera.
Eres la reina.
Siempre reinarás
Siempre reinarás
No puedo vivir sin ti, no hay manera.
No puedo estar sin ti, no hay manera.
Y ahora estoy aquí esperando
a que vengan a buscarme.
Tú no te muevas.
No me encontrarán.
No me encontrarán.
Yo me quedo para siempre
con mi reina y su bandera.
Ya no hay fronteras.
Me dejaré llevar a ningún lugar.
No puedo vivir sin ti, no hay manera.
No puedo estar sin ti, no hay manera.
No puedo vivir sin ti, no hay manera.
No puedo estar sin ti, no hay manera.