A finales de los 80 se emitió en televisión la serie Star Trek. Fueron años de series míticas de ciencia ficción como V, el coche fantástico o Alf. Yo me enganchaba a todas, pero Star Trek tenía una máquina fascinante que no tenían las demás: el teletransportador. Los tripulantes de la Enterprise se colocaban en esos tubos virtuales donde eran desintegrados y volvían a materializarlos en otro lugar.
A mis 13 o 14 años ese era el invento más alucinante que se podía imaginar. Aún hoy sigo la evolución de los experimentos científicos para transportar estados cuánticos -no organismos vivos, pero todo se andará- soñando con esa posibilidad.
Si le pones un poco de poesía te das cuenta de que los teletransportes más maravillosos que existen son los de la memoria. La sola evocación de unas bolitas de patata que cocinaba mi madre me sienta a la mesa triangular esquinera con bancos corridos que había en la casa de mi niñez, me traslada a ataques de risa incontrolables con mis hermanas a la hora de cenar y a los demás sabores, aromas y sonidos de la infancia.
Cuando un amor termina, tratas de teletransportar los recuerdos al limbo de las relaciones, a esa zona de la memoria a la que se envían los archivos que debes eliminar para superar el dolor, como si vaciándolo todo a esa especie de papelera de reciclaje la tristeza no te pudiera alcanzar… Así, en el proceso de ruptura te vas creando esa Babia sentimental, ese lugar remoto que procurarás no encontrar. Ahí mandas vuestros lugares, las fotos de Italia, las conchas de las playas, el sabor a tomates secos o las palabras que os hicieron soñar, con la esperanza de que en algún momento se agote el espacio de almacenamiento, con el anhelo de que, más pronto que tarde, esos recuerdos se conviertan en olvidos.
Pero entonces cualquier algo te pilla desprevenido y te lleva a iniciar un viaje inesperado al limbo.
Ayer, por un bocado a un bizcocho de frutos rojos, volé instantáneamente al Camí d’en Kane, en Menorca, ese antiguo camino militar por el que transitamos J. y yo este verano, día tras día, de cala en cala. Una mañana, circulando en nuestra moto alquilada, me fijé en que en algunos tramos, los márgenes del camino estaban atestados de moras maduras. Y nos detuvimos. Ese bocado me transportó al instante en que J. y yo, parados en el arcén, desnudamos esas zarzamoras, despojándolas de sus frutos, llenándonos con avidez manos y boca, al segundo en que los ojos de J. se transformaron en los de un niño embelesado con su regalo, al momento en que se nos teñía de morado el corazón. Ese bocado me llevó a recordar que ahí residía la felicidad: en ese sabor a moras y a mar.
Hoy mis pensamientos tienen un rastro de color violáceo. Será que el teletransporte todavía tiene que mejorar o que, inevitablemente, algo se pierde en el camino y quién vuelve del limbo, no vuelve igual que había partido. La diferencia está en el peso de la ausencia, el peso de ese irremplazable vacío.
Foto: Instalación titulada «Unidad» del artista coreano Bohyun Yoon.